El cielo no es azul
Pues acá. Ficou claro gente?
miércoles, 31 de octubre de 2012
Dolor en el cuello
Me duele el cuello y no recuerdo en que parte del día algo ahí se torció, se enredó se dolió.
Me lavo los dientes y periférico crece, se le sale la espina dorsal para hacerse doble. Es el modo de reproducción de las ciudades.
Yo no tengo garras ni colmillos.
Yo no tengo dinero y vivo con mis padres.
Me duele el cuello.
lunes, 24 de octubre de 2011
jueves, 1 de septiembre de 2011
Los pastores de la noche
Los pastores de la noche. (Fragmento)
Jorge Amado
Traducción de Daniel Pérez Rivera
Pastoreábamos la noche como si ella fuese un rebaño de mujeres jóvenes y la conducíamos a los puertos de la aurora con nuestros cayados de aguardiente, nuestros toscos bastones de carcajadas.
Y, si no fuésemos nosotros, puntuales al crepúsculo, lentos caminantes de los prados de la luz lunar, ¿cómo iría la noche –sus estrellas encendidas, sus desgarradas nubes, su manto de negrura–, cómo iría ella, perdida y solitaria, acertar los caminos tortuosos de esa ciudad de callejones y laderas? En cada ladera un ebó[1], en cada esquina un misterio, en cada corazón nocturno una súplica, una pena de amor, sabor a hambre en las bocas del silencio, y Exu suelto en la peligrosa hora de las encrucijadas. En nuestro apacentar sin límites, íbamos recogiendo la sed y el hambre, las súplicas y los sollozos, el abono de los dolores y los brotes de la esperanza, los ais del amor y las desgarradas palabras doloridas, y preparábamos un ramillete color de la sangre para con él adornar el manto de la noche.
Varábamos los distantes caminos, los más estrechos y tentadores, llegábamos a las fronteras de la resistencia del hombre, al fondo de su secreto, iluminándolo con las oscuridades de la noche, entreveíamos su suelo y sus raíces. El manto de la noche cubría toda la miseria y toda la grandeza y las confundía en una sola humanidad, en una única esperanza.
Conduciendo a la noche apenas ella nacía en el embarcadero, palpitante pájaro del miedo, las alas todavía mojadas del mar, tan amenazada en su cuna de huérfana, allá íbamos nosotros por las siete puertas de la ciudad, con nuestras llaves personales e intransferibles, y le dábamos de comer y de beber, sangre derramada y ardiente de vida, y bajo nuestro cuidado y saber ella crecía, hermosa de plata o adornada de lluvia.
Se sentaba con nosotros en los cafés más alegres, doncella del estrellado negro. Bailaba samba de roda con su falda dorada de astros, requebrando las negras ancas africanas, los senos como ondas agitadas. Se lanzaba a la roda de capoeira, sabía los golpes de los mestres y hasta inventaba, invención dañada, irrespetuosa de las reglas, ¡noche además bromista! En la roda de los iaôs[2] era el orixá más aclamado, caballo de todos los santos, de Oxolufã con sus cayados de plata, sujeto a Oxalá, de Iemanjá pariendo peces, de Xangô del rayo y del trueno, de Oxóssi de las florestas mojadas, de Omolu con sus manos de vejiga**, era Oxumaré de los siete colores del arcoíris, la vanidosa de Oxum y la guerrera Iansã, los ríos y fuentes de Euá. Todos los colores y todas las cuentas, las hierbas de Ossani y sus mandingas, sus hechizos, su brujerías de sombras y luces.
Ya un tanto bebida y excitada, entraba con nosotros a los castillos[3] más pobres donde las viejas vivían su último tiempo de amor y las jóvenes recién llegadas del campo aprendían el difícil oficio de meretriz. Era una noche libertina, no le bastaba un solo hombre, sabía de los placeres más refinados y de la violencia desmedida, caían las camas con su bamboleo, su grito de amor henchía de música las calles de canto y los hombres se relevaban en su cuerpo donde los sexos estallaban a cada momento en las axilas y los muslos, en la planta de los pies y en el nacer del pelo, en el cuello de aroma. Noche putona, insaciable y dulce, dormíamos en su rosa de pelos, en su rocío velludo.
Y qué trabajo nos daba cuando la llevábamos al mar, en los pequeños saveiros[4], para las moquecas[5] de pescado, con la cachaça y la viola. Ella traía, escondidos en el manto, las lluvias y los vientos. Y cuando más tranquila estaba la fiesta, serena de cantigas[6], las mujeres con sabor a sal y olor a mar, ella soltaba los vientos y las tempestades. No eran más las planicies de la luz lunar, aquel dulce apacentar de harmónicas y violas, cálidos cuerpos de abandono, eran los abismos del mar, cuando ella, la enfurecida y loca señora del miedo y del misterio, la hermana de la muerte, apagaba la luz de la luna, las estrellas y las linternas de los saveiros. Cuántas veces no tuvimos que tomarla en nuestros brazos para que ella no se ahogase en ese mar de Bahía y no se quedara el mundo sin noche para siempre y eternamente, eternamente y para siempre día claro, hora solar sin amanecer ni anochecer, sin sombra, sin color y sin misterio, un mundo tan claro, imposible de ser visto.
Cuántas veces no tuvimos que agarrarla de las piernas y de las manos, que amarrarla al portón de los cafés y al pie de la cama de Tibéria, cerradas las puertas y las ventanas, para que ella, retraída o somnolienta, no partiera antes de la hora, dejando un tiempo vacío, ni de noche ni de día, un tiempo helado de agonía y muerte.
Cuando ella llegaba en su cuna de crepúsculo, en el barco de una luna anticipada, en las franjas últimas del horizonte, era una pobre noche sin sentido, solitaria, ignorante, analfabeta de la vida, de los sentimientos y las emociones, de los dolores y de las alegrías, de las luchas de los hombres y de las caricias de las mujeres. Noche bronca, apenas de negrura y de ausencia, inútil y grosera.
En nuestro apacentar sin límites, pastoreándola por las ansias y las ambiciones, por las penas y las alegrías, por las amarguras y carcajadas, por los celos, sueños y soledades de la ciudad, nosotros le dábamos sentido y la educábamos, hacíamos de aquella pequeña noche vacilante, tímida y vacía, la noche del hombre. Sus machos pastores, nosotros la embarazábamos de vida. Construíamos la noche con los materiales de la desesperación y del sueño. Ladrillos de amores nacientes o de pasiones mutiladas, cimiento del hambre y de la injusticia, barro de las humillaciones y de las revueltas, cal del sueño y de la inexorable marcha del hombre. Cuando, apoyados en nuestros bastones, la conducíamos a los puertos de la aurora, era una noche maternal, senos de quien amamanta, vientre parido, cálida noche consciente. Allí la dejábamos en el comienzo del mar, adormecida, entre las flores de la madrugada, envuelta en su manto de poesía. Llegaba tosca y pobre, era ahora la noche del hombre. Regresaríamos en el próximo crepúsculo, infatigables. Los pastores de la noche, sin rumbo y sin calendario, sin reloj y sin lugar de trabajo.
Abran la botella de cachaça[7] y denme un trago para componer la voz. Tanto cambió de entonces para acá y más todavía habrá de cambiar. Pero la noche de Bahía era la misma, hecha de plata y oro, de brisa y calor, perfumada de pitanga y jazmín. Tomábamos a la noche de la mano y le traíamos regalos. Peine para sus cabellos peinar, collar para sus hombros adornar, pulseras para ornamentar sus brazos, y cada carcajada, cada ai gemido, cada sollozo, cada grito, cada plaga, cada suspiro de amor.
Cuento lo que sé por haberlo vivido y no por oírlo decir. Cuento de acontecimientos verdaderos. Quien no quiera oír puede irse, mi habla es simple y sin pretensión.
Pastoreábamos la noche como si ella fuese un rebaño de inquietas vírgenes en la edad del hombre.
lunes, 22 de agosto de 2011
Queja
miércoles, 27 de julio de 2011
Reflexión veloz respecto al Copyright
lunes, 25 de julio de 2011
Paseo nocturno III
Paseo nocturno III
Encendió la radio. Esperaba, fumaba un cigarro y buscaba entre las estaciones algún sonido que el azar le tuviera deparado. Tenía la idea de que la programación se configuraba siempre en torno a una persona que en ese momento podía o no escuchar lo que se le había deparado, de hacerlo encontraría en la música una respuesta a lo que estaba viviendo o pensando. Buscaba entre las estaciones. Se detuvo en cualquier cosa. La búsqueda aleja del objetivo, pensó y se supuso sabio.
Había hecho calor, en verano eso es una lluvia como consecuencia. Se sentía incómodo. La calle tenía baches. Empezaron las noticias y una voz decía sandeces. La colilla al piso. Gotas caían. Estaba estacionado, cambió la estación, sonó Debussy, Nubes. La radio no era para él. La sobrepoblación abría posibilidades. Siguió escuchando. Quizá la radio le prometía un cambio en su vida. La canción terminó.
Le parecía un juego de azar, se necesita de suerte para encontrar la programación que le corresponde al oyente. Imaginó las probabilidades, números. Anochecía, así que salió a caminar para despertarse, comprar café o refresco para despabilarse. Eligió refresco. Con la lata y el cigarro esperaba, los ojos afuera. Pensaba en posibilidades y recordaba la semana. Era viernes y esperaba relajarse. Bocanada de humo.
Arrancó y cambió la estación. Vio a un hombre de treinta años tomar un taxi. Vio a un niño verlo. Sonó en otra estación The Beatles, no era para él. Salió de la avenida en la que estaba. Una motocicleta apareció a su lado. Sonó un trueno, la lluvia toda. Vio en las vías del tren a un hombre suicidarse y sonrió. Sonó una ranchera, pero oyó el agua caer.
Entró a una calle. No tenía rumbo y aceleró. Un sonido que no era música le surgió enfrente. Frenó y vio en el pavimento a un joven que se mojaba en el piso. El paraguas rodaba. El Himno a la alegría surgía del celular del muerto y sintió que había ganado la lotería. La felicidad pareció inundarlo todo.